jueves, 11 de febrero de 2010

El día que volvió


La fiesta estaba en su punto álgido. Toda la familia estaba reunida y como cada vez que lo hacían, todos disfrutaban, por su puesto a su manera: algunos sentados alrededor de la mesa contando historias que todos conocen pero que surten el mismo efecto de risa en unos y asombro en otros. Rostros rojos, ojos cerrados y llorosos, bocas abiertas dejando salir la carcajada abierta ruidosa y deshinivida. Felices y exultantes. Risas contagiosas y cuerpos meciéndose acompañando la misma en un nervioso vaivén. Salvo el protagonista de la historia que es el relator de la misma.
Todo era alegría. Los participantes de esa tertulia, se estaban divirtiendo.
Era justicia.
Los chicos correteaban buscando donde esconderse o conque jugar a la pelota. Por supuesto gritando y excitados, bañados en sudor y con sus cachetes colorados. Gritando sin parar.
Las nenas, un poco más apaciguadas, tratan de hacer tortitas de barro algunas y otras improvisando una cunita para su muñeca. Todas tratando de ganar un espacio en medio de tanto alboroto.
Había guirnaldas decorando el salón hechas de papel crepé, rotas en su mayoría que se dejaban descolgar de sus hilos originales. Los pocos globos que quedaban se movían por la brisa leve que corría.
El gran mesón, que hasta hace poco sirvió para ser el punto de reunión de la familia, se quejaba de soledad y de los rezagados que devoran el último maní del platito, unas manitos que saca un puñado de chizitos y sale corriendo. Algún adolescente sobrino, saborea a escondidas un sorbo de vino con soda ya caliente, como una picardía extrema y jugándose que no lo vean los mayores.
En la mesa que yace sus últimos momentos de fiesta, se puede ver manchas de salsa sobre lo que fue el mantel blanco de lino y almidonado, un vaso que vuelca su líquido desde la mesa hacia el piso, servilletas que fueron usadas y puestas arrugadas sobre el mesón casi impulsadas. Ya los platos y cubiertos fueron retirados, pero quedan los cuchillos que sirvieron para pelar las frutas, esto se descubre por la gran cantidad de cáscaras de manzana y naranjas, los restos de bananas en gran cantidad.
Vacía por sectores, la “távola” se divide en desocupada y ocupada por grupo familiar en pleno jolgorio, risas y gestos ampulosos. Niños esparcidos por la casa y el patio. Algunas mujeres lavando los platos y ordenando el sitio. Algunas Sobrinas preparando el café y la bandeja con pocillos y platos, azucareras y alguna bebida espirituosa (fernet, cognac, grapa y whisky).
Los “hombres” preparándose para ir a la sala contigua a comenzar la gran partida de truco de ese día que se prolongará hasta entrada la noche casi con seguridad.
Algunos adolescentes y muchachones (todos primos, sobrinos y nietos) nos juntamos alrededor de todas esas escenas, conversando, comentando, “cuereando” a todos y cada uno de los participantes de esa gran fiesta familiar.
Yo me aprestaba a sentarme a caballo de la silla de mimbre y terminar apoyando mis codos sobre el respaldo de la misma, cuando siento un murmullo a mis espaldas, al fondo de la sala, casi en la oscuridad del sitio.
Se recortaba la figura de una persona sentada sobre una mecedora. De ropa oscura y entre la penumbra se identificaba a una mujer anciana.
La imagen hizo que me detuviera en mi acción de sentarme. Con el pie en el aire, vuelvo sobre la acción, me pongo en posición nuevamente girando mi cuerpo hasta quedar de frente hacia esa señora sentada en el rincón.
De pronto, todo lo que pasaba a mí alrededor, dejo de pasar. Desapareció todo el mundo y todo el bullicio. Lo único que había entre esa figura y yo, era un haz de luz que marcaba el camino. Camino que tenia tres metros de distancia...
Muy sigilosamente me fui aproximando hacia ella y se iba escuchando más claramente lo que decía. Era un recitado, era como si estuviera diciendo un poema, un verso, y lo hacia muy bajito, muy suavecito. Como si me lo estuviera dedicando solo a mí. Era muy extraño el sonido. Se podría decir que era en otro idioma. Pero se dejaba entrever a través de los dichos de esta persona, que lo estaba diciendo con alegría, como si estuviera sonriendo al decirlo. Como si lo que decía, la ponía contenta o quería ponerme contento a mí.
Eran tan cortos mis pasos que, un poco con desconfianza, pero más con curiosidad, avanzaba muy lentamente hacia ella.
A pesar de estar en una mecedora, esta no se movía, y repetía su recitado.
Me fui acostumbrando la vista a la oscuridad y se recortaba mas fiel la figura. No lo podía cree. Era muy grande mi asombro. El corazón me saltaba de su lugar.
- Sos vos nona? le pregunto.
La señora no me contesta. Me acerco más. Ella seguía modulando.
- Nonita, sos vos? insisto.
El nudo de la garganta no me dejaba tragar la saliva. Sentí que los ojos me traicionaban y no me dejaban ver con claridad al rostro de la viejita allí sentada que recitaba en dialecto:
“Cellu, ucellu de la bagnara
ti mangiasti la mia ficara
ora si dicu a tsiuma Micu
mi ti shuppa lu mulicu
mi tu mpendi a la ficara
mi tu mangia la chicala...“

Me abalanzo sobre ella, me arrodillo, la abrazo muy fuerte con mi cabeza sobre su pecho, y ella seguía cantando mientras reía y me acariciaba la cabeza, muy suavemente.
”Mari marella
pischi canella
andiamo a la feria
cattamo pullella
uno pa tía
uno pa mía
e uno pa soreta la María...”

No recuerdo cuando fue que empecé a llorar, pero sí que no podía parar. No podía parar.
No podía.
No recuerdo mayor alegría. No entendía porque no podía parar de llorar y apretar en un abrazo a “Mí Nonna” que reía y me acariciaba. Reía y me acariciaba.
Cantaba y se reía Cantaba y reía. Ella estaba feliz, muy feliz. Y a mí eso me ponía muy bien. Me empecé a relajar. Comencé a dejar de apretarla de a poco y sentí como sus manos llenas de arrugas acariciaban mi cara. Era hermosa la sensación. No me podía sentir mejor.
Cuando levanto mi cara para besarla y acariciarla, para verle la cara. Siento que mis brazos pasan de largo y caigo sobre unos almohadones que están sobre el sillón.
Un gran chal tejido al crochet negro, cubría parte del sillón.
Un perfume a Nona me quedó en la nariz. Ya no había nada. No estaba. No se escuchaba nada. No sentía nada.
La gran desazón que invadió mi alma, no tenía parangón. De pronto me quedé sin nada. Nada.
Mi llanto cambiaba de motivo. Ya no eran lágrimas de alegría y emoción. Ya no estaba mi “Nonnita” entre mis brazos. Ya no tenía el consuelo. Ya no.
Totalmente excitado y sollozando. Con mocos y palpitaciones, me fui incorporando y poniéndome de pié. Lo primero que hice fue mirar a mi alrededor. No había nada. No había nada de nada, ni siquiera mi consuelo. Ni siquiera mi dolor.
Fue como despertar de un sueño. Sueño de esos que parecen tan reales, que uno sigue buscando esa alegría y ese dolor, aún después de que te digan no.